viernes, 3 de abril de 2009

Gilles Deleuze "Mil Mesetas" (Capítulo 2: 1914. Uno sólo o varios lobos?)

Franny escucha una emisión sobre los lobos. Yo le pregunto: ¿te gustaría ser un lobo? Respuesta altanera: “qué tontería, no se puede ser un lobo, siempre se es ocho o diez, seis o siete lobos. No que uno sea seis o siete lobos a la vez, sino un lobo entre otros lobos, un lobo con cinco o seis lobos”. Lo importante en el devenir-lobo es la posición de masa, y, en primer lugar, la posición del propio sujeto respecto a la manada, respecto a la multiplicidad-lobo, la manera de formar o no parte de ella, la distancia a la que se mantiene, la manera de estar o no unido a la multiplicidad. Para atenuar la severidad de su respuesta, Franny cuenta un sueño: “Hay un desierto. Pero tampoco tendría sentido decir que estoy en el desierto. Es una visión panorámica del desierto, ese desierto no es trágico ni está deshabitado, sólo es desierto por su color ocre y su luz, ardiente y sin sombra. En él hay una multitud bulliciosa, enjambre de abejas, melé de futbolistas o grupo de tuaregs. Yo estoy en el borde de esa multitud, en la periferia; pero pertenezco a ella, estoy unida a ella por una extremidad de mi cuerpo, una mano o un pie. Sé que esta periferia es el único lugar posible para mí, moriría si me dejara arrastrar al centro de la melé, pero seguramente me sucedería lo mismo si la abandonara. Mi posición no es fácil de conservar, incluso diría que es muy difícil de mantener, porque esos seres se mueven sin parar, sus movimientos son imprevisibles y no responden a ningún ritmo. Unas veces se arremolinan, otras van hacia el norte y luego, bruscamente, hacia el este, sin que ninguno de los individuos que componen la multitud mantengan la misma posición con relación a los demás. Así pues, también yo estoy en perpetuo movimiento, y eso exige una gran tensión, pero a la vez me proporciona un sentimiento de felicidad violento, casi vertiginoso”. Qué gran sueño esquizofrénico. Estar de lleno en la multitud y a la vez totalmente fuera, muy lejos: borde, paseo a lo Virginia Wolf (jamás volveré a decir soy estoy, soy aquello”).

jueves, 12 de febrero de 2009

La noche boca arriba. Julio Cortázar


Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Ustéd la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

(Julio Cortázar, "Final del Juego", Ed. Sudamericana, Bs.As. 1993)

sábado, 29 de noviembre de 2008

Lo cálido y lo frío. Gilles Deleuze

El modelo del pintor es la mercancía. Todo tipo de mercancías: ropa, balnearios, utensilios nupciales, eróticos, alimentos. El pintor está siempre presente, como una silueta en negro: tiene aspecto de estar mirando. El pintor y el amor, el pintor y la muerte, el pintor y la alimentación, el pintor y el automóvil; pero, de un modelo a otro, el modelo único que todo lo mide es la Mercancía, que circula con el pintor. Los cuadros, construidos cada uno de ellos en un color dominante, forman una serie. Podemos considerar que la serie comienza con el cuadro Rouge de cadmium y termina con Vert Veronèse, que representa el mismo cuadro, pero en esta ocasión expuesto por el marchante, con el pintor y su cuadro convertidos ellos mismo en mercancías. Pero también podemos imaginar otros comienzos y otros finales. De un cuadro a otro, en todo caso, asistimos a un trayecto que no es solamente el del pintor por las tiendas, sino la circulación del valor de cambio, un viaje que es el de los colores, y en cada cuadro un viaje, una circulación de tonos.

Gérard Fromanger. Rouge Chine vermillonné

Nada es neutro ni pasivo. Sin embargo, el pintor no quiere decir nada, ni aprobación ni cólera. Los colores no quieren decir nada: el verde no es la esperanza ni el amarillo la tristeza ni el rojo la alegría. Sólo lo cálido y lo frío, calor y frío. De lo material en el arte: Fromanger pinta, es decir, hace funcionar un cuadro. Cuadro-máquina de un artista-mecánico. ¿El artista como mecánico de una civilización?¿Cómo hace funcionar el cuadro?
El pintor, acompañado por un fotógrafo de prensa, empieza por localizar los espacios: la calle, una tienda, personas. No se trata de captar una atmósfera, más bien una inminencia siempre suspendida, la posibilidad uniforme que surge en cualquier parte de algo así como un nuevo asesinato de Kennedy, en un sistema de indiferencias por el que circula el valor de cambio. El fotógrafo toma varios clichés sin color, y el pintor escogerá los que le convengan. Elige la fotografía de acuerdo con otra elección, la de un color dominante tal y como sale del tubo (las dos elecciones se confirman mutuamente). El pintor proyecta la foto sobre la tela, y pinta la foto proyectada. De forma análoga a ciertas técnicas de tapicería. El pintor pinta "en la oscuridad" durante horas. Su actividad nocturna revela una verdad eterna en la pintura: que nunca se pinta sobre la superficie en blanco del lienzo para reproducir un objeto que funciona como modelo, sino que los pintores siempre pintan sobre una imagen, sobre un simulacro., la sombra de un objeto, para producir una tela cuyo propio funcionamiento invierta la relación entre el modelo y la copia, lo que hace que ya no haya ni copia ni modelo. Elevar a la copia, y a la copia de la copia, hasta el punto en que se invierta a sí misma y produzca el modelo: Pop Art, o pintura para un "plus de realidad".



Gérard Fromanger. Vert Aubusson
Así que el pintor usa el color elegido, que sale del tubo, y que mezcla únicamente con blanco de zinc. Este color puede ser, con respecto a la foto, cálido como el Rouge Chine vermillonné o el Violet de Bayeux, o frío como el Vert Aubusson o el Violet d'Egypte. Comienza por las zonas más claras (donde hay mayor mezcla de blanco), construyendo el cuadro como un ascenso que se prohibe tanto la vuelta atrás como las manchas o las degradaciones. Una serie ascendente irreversible hecha de colores lisos, que progresa hacia el color puro que brota del tubo o que regresa a él, como si el cuadro fuera a entrar él mismo en el tubo.

Pero éste no es, todavía el modo en que funciona el cuadro. Pues la frialdad o la calidez de un color definen únicamente un potencial, que sólo se realiza en el conjunto de sus relaciones con los demás colores. Por ejemplo, hay un segundo color que afecta a un elemento concreto de la foto, un personaje que pasa: no es solamente más claro o más oscuro que el color dominante, sino cálido o frío en si mismo, pudiendo avivar o enfriar el color dominante. Empieza a establecerse un circuito de intercambio o de comunicación en el cuadro, y de un cuadro a otro. Sea el Violet de Bayeux, con una gama ascendente de calidez: un hombrecillo, en la parte de atrás, constituido en un verde frío, aviva por oposición el violeta potencialmente cálido. Eso no basta para transmitir la vida. Un hombre amarillo y cálido, en la parte de delante, induce o re-induce el violeta, actualizándolo por mediación del verde y por encima de él. Pero el frío verde se encuentra entonces aislado, fuera del circuito, como si hubiese agotado su función de una sola vez. Hay que sostenerlo, reintroducirlo en el cuadro, reanimarlo o reactivarlo en el conjunto del cuadro, mediante un tercer personaje en azul frío detrás del amarillo. Hay otros casos en los cuales estos colores secundarios y circulatorios se agrupan en un solo personaje, dividiéndolo en intervalos o en arcos. Otras veces la fotografía manifiesta cierta resistencia a transformarse en cuadro vivo y deja un residuo, como en Violet de Bayueux, en el que un último personaje del grupo delantero queda indeterminado. Se trata mediante el negro, como un doble potencial que se actualiza en un sentido y en el contrario, o que puede "inclinarse" hacia el azul frío tanto como hacia el violeta cálido. El residuo está reinyectado en el cuadro, pero el cuadro funciona a partir del resto de la foto tanto como de la propia foto a partir de los colores constitutivos del cuadro.
Gérard Fromanger. Violet de Bayeux

Y hemos de considerar también otro elemento, presente desde el principio en todos los y que salta de un cuadro a otro: el pintor en negro, en primer plano. El pintor que pinta en la oscuridad está él mismo pintado en negro: silueta maciza, arco sobresaliente, mentón duro y pesado, cabellos-jarcias, observando las mercancías. Espera. Pero el negro no existe, el pintor negro no existe. El negro no es ni siquiera un potencial como un color cálido o frío. Es un potencial de segundo grado, porque es lo uno y lo otro, color frío que tiende a azul y color cálido que tiende al rojo. Este negro que está presente con tanta fuerza carece de existencia pero desempeña una función primordial en el cuadro: cálido o frío, es el inverso del color dominante, o incluso idéntico a ese color, por ejemplo para avivar lo frío. Sea el cuadro Vert Aubusson: el pintor negro mira con cariño a la maniquí sentada, una mujer en un verde frío mortal. Es bella en su muerte. Pero para animar esta muerte hay que extraer algo de amarillo implícito en el verde, y para ello hay que insistir en el azul como complementario del amarillo, enfriando al pintor negro para caldear el verde mortal. (Véase también el modo en que, en Rouge de cadmium claire, se dota discretamente a los maniquís de los jóvenes casados de cabezas de muerto, y el modo en que, en Violet de Mars, los porta-jerseys muertos son elegantes vampiros que mantienen una relación variable con la silueta negra.)En suma, el pintor en negro desempeña en la tela dos funciones, en dos circuitos: es la silueta paranoica, inmóvil y pesada que fija la mercancía en la misma medida en que queda fijado por ella; pero también es una sombra esquizofrénica móvil en desplazamiento perpetuo con respecto a sí mismo que recorre toda la escala de lo frío a lo cálido, avivando lo frío y enfriando lo cálido, en un viaje incesante desde su lugar.

El cuadro, la serie de los cuadros, no quiere decir nada, pero funciona. Funciona al menos con estos cuatro elementos (aunque hay muchos otros): la gama ascendente irreversible del color dominante que traza en el cuadro todo un sistema de conexiones señaladas por los puntos blancos; la red de colores secundarios, que constituye por el contrario las disyunciones de lo frío y lo cálido, todo un juego reversible de transformaciones, de reacciones, de inversiones, de inducciones, calentamientos y enfriamientos; la gran conjunción del pintor en negro, que incluye en sí mismo lo disjunto y distribuye las conexiones; y, cuando es preciso, el residuo de foto que reinyecta en el cuadro lo que escapa de él. Circulación de una extraña clase de vida, fuerza vital.

Gérard Fromanger. Violet de Mars

Porque hay dos circuitos coexistentes, complicados el uno con el otro. El circuito de la foto, o de las fotos, que actúa aquí como soporte de la mercancía, circulación de valor de cambio, y cuya importancia es la movilización de lo indiferente. La indiferencia de los tres planos del cuadro: indiferencia de la mercancía en segundo plano, equivalencia del amor, de la muerte o del alimento, del desnudo y el vestido, de la naturaleza muerta y de la máquina; indiferencia de los transeúntes, inmóviles y huidizos, como el hombre azul y la mujer verde de Violet de Mars, o como el hombre que pasa comiendo ante los desposados; indiferencia del pintor en negro en primer plano, con su equivalencia indiferente a toda mercancía y a cualquier transeúnte. Pero quizá este circuito de las indiferencias respectivas, reflejadas unas en las otras, intercambiables entre ellas, introduce una constatación : la impresión de que algo no encaja , de que hay algo que rompe ese equilibrio aparente en el cual cada uno desempeña su función propia en la profundidad compartimentada del cuadro, la mercancía con la mercancía, los hombres con los hombres, el pintor con el pintor. Circuito mortífero en el que cada cual avanza hacia su propia tumba, en la que ya se encuentra. Pero en ese punto de ruptura, siempre presente, se engancha el otro circuito, haciéndose con todo el cuadro, reorganizándolo, reuniendo los distintos planos como anillos de una espiral que hace pasar a primer plano lo que estaba en segundo plano, logrando que los elementos reaccionen unos frente a otros en un sistema de inducciones simultáneas: circuito vital, en este caso, con su sol negro, su colorido ascendente, su frialdad y su calidez resplandecientes. Y siempre el circuito de la vida se alimenta del circuito de la muerte, le arrastra consigo para triunfar sobre él.
Es difícil preguntar a un pintor: ¿por qué pintas? La pregunta carece de sentido. Más bien: ¿cómo pintas?¿cómo funciona el cuadro y, a la vez, qué es lo que quieres pintar? Supongamos que Formanger respondiese: yo pinto en negro, y lo que quiero es la frialdad y el calor, y lo quiero en colores, a través de los colores. También un cocinero o un drogadicto pueden querer lo frío y lo caliente. Hot y cool, eso es lo que hemos de pedirle a un color tanto como a otras cosas (a la escritura, a la danza y a la música, a los media). Y , al revés, de un color se pueden obtener otras cosas, pero no es fácil. Obtener, extraer significa ya que la operación no se realiza por sí sola. Como nos ha mostrado McLuhan, cuando el medio es cálido, nada circula ni se comunica si no es mediante lo frío, que gobierna toda participación activa, la del pintor y su modelo, la del espectador y el pintor, la del modelo y la copia. Lo que cuenta son las constantes inversiones de los hot y lo cool, por las que lo cálido refresca lo frío y lo frío aviva lo cálido: como calentar un horno a base de bolas de nieve.

¿Qué hay de revolucionario en esta pintura? Quizá sea la ausencia radical de amargura y de tragedia o de angustia, de toda esa jodienda de los falsos grandes pintores a quienes se considera testigos de su época. Todas esas fantasías sádicas y fascistas que hacen pasar a un pintor por agudo crítico del mundo moderno, cuando no hace otra cosa que regodearse en sus propios resentimientos, en sus propias complaciencias y en las de sus clientes. Aunque sea abstracto, no es menos sucio ni menos triste y repugnante. El guarda forestal le dijo al pintor: "Todos estos tubos y estas vibraciones de chapa ondulada son idioteces bastante sentimentales; muestran una gran compasión por sí mismo y una enorme vanidad neurótica". Formanger hace todo lo contrario: algo vital y poderoso. Quizá por ello no es muy apreciado por el mercado ni por los estetas. Sus cuadros están llenos de vitrinas, y pone siempre una silueta: a pesar de ello, no son espejo para nadie. Van contra la fantasía que mortifica la vida, que la dirige hacia la muerte, hacia el pasado, incluso cuando actúa al estilo moderno; se trata de contraponer a la fantasía un proceso vital siempre conquistado a la muerte, arrancado al pasado. Fromanger conoce el carácter nocivo de su modelo, la astucia de la mercancía, la idiotez ocasional de un transeúnte, el odio que puede rodear a un pintor cuando mantiene actividades políticas, el odio que el mismo puede llegar a sentir. Pero con esta nocividad, esta astucia o esta deformidad él no construye espejos narcisistas para una hipócrita reconciliación generalizada, hechos de inmensa compasión por uno mismo y por el mundo. De lo feo, de lo repugnante, odioso y detestable, sabe extraer el frío y el calor que constituyen una vida para el futuro. Podríamos imaginar una revolución fría capaz de reavivar el mundo escaldado de nuestros días. Hiper-realismo, ¿por qué no?, siempre que se trate de extraer de lo real apagado y opresivo "un plus de realidad" para la alegría, para la detonación; para la revolución. Fromanger ama a la mujer mercancía, verde mortal, a quien da vida azulando el negro del pintor. Quizá también a la gruesa dama violeta que atiende oscuramente a quién sabe qué clientes. Ama todo cuanto pinta. Ello no supone abstracción alguna, ni tampoco consentimiento, sino extracción o fuerza extractiva. Es sorprendente descubrir hasta que punto un revolucionario no actúa más que en función de aquello que ama del mundo mismo que quiere destruir. No hay revolucionario triste, y no hay pintores estética y políticamente revolucionarios que no sean alegres. Fromanger hace y experimenta aquello que decía Lawrence: "Para , o hay alegría en un cuadro, o no es un cuadro en absoluto. Los cuadros más sombríos de Piero della Francesca, de Sodoma o de Goya, expresan siempre esa alegría indescriptible que acompaña a la verdadera pintura. Los críticos modernos hablan mucho de lo feo, pero yo no he visto nunca un cuadro de verdad que me haya parecido feo. El tema puede ser feo, puede tener cualidades terribles, desesperantes, casi repulsivas, como en El Greco. Pero todo ello queda extrañamente barrido por el goce del cuadro. Ningún artista, ni siquiera el más desesperado, ha pintado un solo cuadro sin experimentar esa extraña alegría que procura la creación de la imagen", es decir, la transformación de la imagen en el cuadro, el cambio que el cuadro produce en la imagen.

viernes, 21 de noviembre de 2008

LA IMAGEN DEL DESIERTO




"El desierto es un paisaje de trance, o si se quiere, no es tampoco un paisaje, sino el sueño de un paisaje , su transformación en algo que antes no se había visto aun, la imagen "nueva" o la realidad vista de modo nuevo, traspuesta, verdadera, pero también fruto de las pesadillas..."

Werner Herzog